con setenta y ocho años encima se levanta de lunes a sábado a las una de la mañana para ir a trabajar a la vega de lo valledor. así ha sido por cuarenta años, y ya es el carretero más antiguo del lugar.
-es que yo no tengo ningún vicio, no tomo ni fumo, es que yo soy evangélico- me dijo amable cuando le pregunté cómo lo hacía para seguir trabajando así.
nació en curicó, en el fundo en donde trabajaba su padre, ahí se crió, le sirvió al patrón toda su juventud en diferentes labores, pero lo mejor que sabía hacer era domar caballos, me fascinaba ver el brillo de sus ojos hablándome de aquellos tiempos.
llegó a santiago buscando oportunidades, y encontró aquí a una viuda con tres hijos, elvira solís se llama, y desde entonces, viven juntos hace casi cincuenta años, ella no es tan vital como don arturo -tiene siete enfermedades- me contaba -no una, ni dos, siete enfermedades-, así que él trabaja porque los remedios son caros y -la pensión de setenta y cinco pesitos no alcanza pa ná- me comentaba mientras rabiaba contra piñera.
hace unos años se compró una armónica y aprendió a tocarla sólo para agradecerle a su dios, para agradecerle la vida que le tocó. cuando llueve, él se pone una capita y unas botas de agua -los otros se ríen de mi, pero por eso tengo setenta y ocho años y sigo acá, porque no me mojo y me cuido-
no podría precisar la última vez en que me pareció tan bonito escuchar a un abuelo contar sus historias. me miraba a los ojos todo el tiempo, y yo respondía a su mirada con atención, a veces me distraían sus manos heladas y partidas en el fierro de su carreta, a veces me quedaba mirando sus arrugas, o su boca sin dientes para entenderle mejor lo que me contaba, pero siempre volvía a sus ojos.
a veces escribo porque hay ciertos momentos o personas que no quiero olvidar jamás, y bueno, don arturo es uno de ellos.